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SOCIEDAD

1 de enero de 2019

“Al polvo volverás”

La crónica “Al polvo volverás”, que cuenta la muerte en la colonia menonita La Nueva Esperanza, de Guatraché

Los periodistas Ángeles Alemandi y Lautaro Bentivegna –colaboradores de Diario Textual– fueron premiados en el marco del Segundo Festival de no ficción Basado en Hechos Realesque se realizó en el Centro Cultural Kirchner. La crónica “Al polvo volverás”, que cuenta la muerte en la colonia menonita La Nueva Esperanza, de Guatraché, fue seleccionada entre más de 200 trabajos de todo el país e integrará un libro digital junto a otros siete finalistas del premio “Leamos 2018”. Antes de la publicación en formato e-book compartimos el texto. 

Al polvo volverás

Por  Ángeles Alemandi y Lautaro Bentivegna

Basilio atendió el celular desorientado en la oscuridad del cuarto. Cuando entendió lo que le decían respondió que lo lamentaba, pero imposible, no estaba en el pueblo. Cortó el llamado y pensó que de haberse encontrado en Guatraché tampoco se hubiese animado. La madrugada del sábado 12 de mayo vibraron teléfonos de otros taxistas y las respuestas se repitieron: no, no, no. Alguien incluso dijo “yo traslado vivos”. Hasta que por fin llegó un “sí” y minutos después un auto estacionó frente a la puerta del Hospital Manuel Freire, quizá el chofer ni se bajó, a lo mejor realizó desde su sitio de conductor esa maniobra mecánica de estirar el brazo derecho y abrir con la punta de los dedos la puerta del acompañante, casi un gesto ameno para que suba el pasajero. Sentaron a Enrique a su lado, reclinaron el asiento, lo acomodaron para que esté bien quieto y lo cubrieron con una sábana como si el cuerpo necesitara calor, como si no se hubiese escrito y firmado aún su certificado de defunción. Enrique, 33 años, menonita, ahora un cadáver de copiloto volviendo a la colonia La Nueva Esperanza.

Treinta kilómetros de tierra después, el taxi estacionó frente a la casa del muerto. Lo llevaron a la habitación que utilizaba de oficina, lo ubicaron sobre una chapa acanalada con una leve inclinación que acercaba sus pies al piso. El cuerpo debía aguantar, por lo menos, hasta que parte de la familia que vive en Santiago del Estero llegue para velarlo. El algor mortis, esa bajada de la temperatura corporal que acontece tras la muerte, sería potenciada por barras de hielo traídas de una quesería de la colonia y colocadas alrededor del cadáver para conservarlo en el mejor estado posible. Sobre la cara un paño frío 2 protegiendo los ojos. En unas horas, por las canaletas de la chapa, comenzarían lentamente a caer gotitas.

Al otro día Basilio fue a la colonia. En los últimos tres años, en sus roles de taxista y pasajero, compartieron muchas horas de ruta con Enrique. Basilio fue quien lo llevó a Santa Rosa a consultar con un otorrino cuando se quejaba de dolor de garganta, de los primeros en saber que esa molestia no se curaba con antibióticos, quien lo trasladaría para cumplir el tratamiento de quimioterapia ante el diagnóstico de cáncer de esófago, el que estaría ahí para saber de la metástasis. Basilio Bentivegna –59 años, jubilado docente– ve pasar todas esas idas y venidas por su cabeza como las líneas del asfalto que van quedando siempre atrás.

Aquella mañana de domingo Jacobo y Abraham, dos de los trece hermanos de Enrique, lo recibieron con una sonrisa, lo hicieron bajar de la camioneta.

–Va a ver lo bien que está- dijeron en ese castellano hostil que les vibra en la laringe como si los lastimara.

Hoy, cinco meses después, al recordar ese momento en que una puerta se abrió y se encontró frente al cuerpo-el hielo-las canaletas chorreando, Basilio llora. Basilio llora la muerte, los menonitas no

–No se les cae una lágrima- dice Eladio Weinberger, dueño de la única funeraria de Guatraché. En varias ocasiones ha trasladado cuerpos hasta La Nueva Esperanza, aunque lo evita porque el camino es malo y la última vez se le engranó la caja de cambios. Este año dijo “no” en una oportunidad y ofreció conseguir una ambulancia de otro lado, sin embargo la familia del difunto activó un plan b: llamar a un taxi. Sería para Enrique.

Eladio tiene 41 años y la casa de velorios que administra existe desde antes de que él naciera. Cree que ante la muerte los menonitas reaccionan mejor que cualquiera. Ninguna escena de drama. La viven como si nada, dice, como si nada

Llegaron a La Pampa en 1986, eran familias que venían en su mayoría de México, unas pocas de Bolivia. Compraron 10 mil hectáreas de la antigua estancia Remecó, al sur de la provincia y se dividieron las tierras en proporción al aporte que realizó cada quien, así fundaron La Nueva Esperanza. De acuerdo a un relevamiento interno en diciembre de 2017 sumaban 1619 habitantes, el CENSO 2010 contaba menos de 1400. En nuestro país existen otras dos comunidades menonitas en Santiago del Estero y una tercera en San Luis, esta última de una línea mucho menos ortodoxa.

Su historia y todo lo que son sólo puede explicarse si se habla de religión y retrocedemos hasta la reforma liderada por Martín Lutero que desencadenó nuevos movimientos. En Holanda resaltaba la figura de Menno Simons, un dirigente anabaptista que en 1521 proclamaba reajustar la fe cristiana a los fundamentos de la Biblia. Los seguidores de Menno obedecen la fe sin cuestionamientos; se entregan a una vida simple y esto vale para delinear cómo se visten, cómo son sus hogares, de qué modo diseñan sus Iglesias. Analía Di Meo, guía de turismo que realiza visitas a la colonia lo resume así: “para ellos la vida es nacer, crecer, reproducirse, producir y morir”.

En una nota publicada en 2011 en La Nación Revista acerca de los menonitas pampeanos se describe a un Enrique: joven, amable, que se dedica a hacer vigas y carros y que habla solo de su metalúrgica, porque “pedirle a un menonita hablar de su vida es pedirle hablar del trabajo”, escribía el periodista José Supera. Podría ser el Enrique de esta crónica, Basilio lo describió casi del mismo modo. No. Este Enrique, de acuerdo a los datos del Registro Civil de Guatraché, en verdad se llamaba Heinrich Neudorf Wiebe, había nacido en México en 1984 y tenía cuatro hijos. Amaba a su familia y sufría la enfermedad porque lo obligaba a estar fuera del taller. Soñaba con volar: en los viajes al médico a Santa Rosa solía pedir que el taxi se estacione un rato frente al aeropuerto para ver despegar aviones.

Jacobo Wiebe está dejando todo en orden y empacando sus cosas, la semana que viene se irá con su esposa a vivir a Santiago del Estero. Al escuchar que se detiene una camioneta fuera de su casa, sale.

–Jacobito- dice Basilio a modo de saludo.

Jacobito sonríe, se le estiran los ojos azules debajo de la visera. Parece contento, despreocupado, alguien incapaz de mentir. Escucha lo que el otro tiene para decir sin mover un músculo de la cara: Basilio quiere visitar la tumba de su hermano, trae unas flores para dejarle, sabe que no es una costumbre de ellos, no quiere molestar.

-Por mí ningún problema, cada uno tiene su…, pero pasa por lo de Abraham que te acompañe, yo ahora no puedo con esto de la mudanza.

Los varones desde muy pequeños visten jardineros oscuros, camisas a cuadros, gorras o sobreros texanos. Las mujeres vestidos que ellas mismas confeccionan, de tonos apagados, floreados, siempre debajo de sus rodillas y con mangas largas, nada de maquillaje, el cabello recogido y la cabeza envuelta en pañuelos: blancos las solteras, negros las casadas. Todos y todas hablan un dialecto alemán, el plauttdeutsch pero sólo los hombres también el español, ellas no, o no siempre, o no tanto, o es difícil de saber porque si se les pregunta algo suelen mirar al marido con expresión de quien requiere traducción. Van a la escuela hasta los 13 años, su fuerte son las matemáticas, leen sólo la Biblia. Se crían sin televisores, sin radio, sin música, sin literatura. No deben tener celulares. Nadie posee autos, invierten muchísimo dinero en taxis. A los tractores les quitan las cubiertas y las reemplazan por ruedas de hierro para limitar su uso al trabajo. Se dedican al tambo, a la agricultura, algunos tienen grandes carpinterías, fundaron queserías, tienen fábrica de zapatos, hay almacenes y tiendas y en especial se han convertido en un polo metalúrgico atractivo. Los rodea un mundo moderno del que no son ajenos, pero respetan sus propias leyes.

–Una vez lo ví mal a Enrique y le quise dejar un celular, le dije: ‘tenélo escondido, si me necesitás me llamás y te vengo a buscar para ir al médico’. No quiso, nada era más importante que no transgredir las reglas de su comunidad- dice Basilio.

Para los menonitas morir es pasar a un mundo mejor junto a Dios, siempre y cuando se haya hecho todo bien en la vida, o sea: respetado la religión sin salirse un milímetro del margen de la Biblia.

– ¿Le tienen miedo la muerte?

– Algunos no, otros sí- responde Juan, 43 años, zapatero de la colonia, mientras pasa la mano sobre el cuero de carpincho de unas botas que hizo para un cliente en Buenos Aires.

– ¿Y Usted?

–Yo un poco sí- dice y baja la vista, como avergonzado.

Enrique pensaba que derrotaría a la enfermedad y estuvo dispuesto a probar lo que fuera. Desde Bolivia le trajeron un medicamento que supuestamente curaba el cáncer y en La Pampa consiguió cannabis medicinal para calmar los dolores. Incluso una vez contrató a Basilio para viajar hasta Olascoaga, un pueblito ubicado cerca de Bragado donde lo atendió Máximo Coñequir, jefe Mapuche, médico hechicero. 

Entre la muerte y la resurrección de Cristo pasaron tres días, entre la muerte y el velorio de un menonita transcurre el mismo tiempo. El 15 de mayo, como pequeños insectos buscando el corazón de un hormiguero, familias enteras se encaminaron hasta la fábrica de Enrique, el lugar escogido para despedirlo. Llegaron en buggys o a pie hasta el campo #5 y eran tantos que hicieron falta los bancos de las nueve escuelas que existen en la colonia para soportar tres horas de velorio. Llevaron galletitas y termos con café. Adentro del galpón las familias se partieron: mujeres de un lado varones del otro.

La fábrica –dos tinglados unidos frente a la casa familiar– fue vaciada por completo, solo quedaron las máquinas inamovibles: una grúa, las dobladoras y cortadoras de acero. En pocos minutos el lugar se llenó y uno de los hermanos de Enrique calculó más de mil personas. Un canto sacro, un salmo a capela – porque los instrumentos están prohibidos– reverberaba en las chapas. El cuerpo de Enrique, en el medio del galpón, permanecía frío en un ataúd de pino. Cornelio, uno de los carpinteros de la colonia, se había encargado de tomarle las medidas al difunto y hacer el cajón ese mismo día.

Eusebio Haspert tiene 65 años y lleva siete transportando menonitas. Fue al velorio acompañado por su mujer. Recuerda que estuvieron dos horas parados. No volaba una mosca y los chicos parecían de yeso. Al final se hizo una cola larga para despedirse del difunto. Primero los familiares más directos y después los otros. Hasta que subieron el cajón al buggy y el ministro, el padre y el chofer se sentaron arriba del féretro que tenía la tapa medio floja.

La Nueva Esperanza está divida en nueve campos al estilo de barrios, cada campo tiene su escuela y cada escuela su cementerio, ubicado a medio kilómetro del aula. El camposanto es apenas un corral delimitado por un alambrado de cinco hilos, donde no hay lápidas, ni mármoles, ni cruces o placas de bronce. Un rectángulo marrón en medio de un sembradío verde al que nadie vuelve salvo para traer a un muerto nuevo. No hay flores, ni fechas recordatorias, ni nada que permita saber quién era el hombre, la mujer, el niño o la niña cuyos restos descansan a dos metros de la superficie. Solo unas estacas de madera, cuatro por fosa, distinguen un enterratorio de otro.

–Él es esto- dice Abraham.

La Biblia, Génesis 3:19, dice lo mismo: “polvo eres y al polvo volverás”. Esta mañana de septiembre, Abraham, que aceptó acompañar al taxista amigo de su hermano, está acuclillado sobre el único montículo de tierra al que aún no le creció el pasto. No sabe bien cómo moverse por el lugar, los menonitas jamás visitan a sus muertos. Sobre la tumba sin nombre ni epitafios, Basilio apoya un ramo de malvones y alelíes.

–Enrique hizo todo bien. Fue muy buen hermano. Cuando lo precisaba él estaba.

Abraham se pone de pie y recorre el corral. A cincuenta metros hay una vaca lechera enorme, tumbada y con la boca abierta. La mosca que zumba sobre el hocico confirma que no hay vida en ese cuerpo. Debajo del animal se descompone una osamenta, los restos de otra vaca. Antes de subirse a la camioneta, Abraham no explica cómo es que los animales llegaron a morir allí. Después dice:

–A veces extraño a él, pero qué vamos a hacer.

En la oficina donde permaneció tres días recostado sobre barras de hielo, lo único que sobrevive de Enrique es un secreter de roble con la tapa baja. En un rincón de la sala, el mueble desentona. Hoy el lugar es la pequeña cocinacomedor de una casa de familia. Abraham se instaló allí con Elizabeth y los mellizos. El tiene 20 años, ella 19, los bebés apenas 2 meses. La pareja se casó el año pasado, pero hace poco tiempo se instaló aquí, al lado de la casa del difunto, para cuidar de la viuda y sus vástagos.

Detrás de la oficina, separado por una pared de durlock, está el dormitorio de la pareja. Una cama de dos plazas con colchón mullido, dos chifonieres de cedro, una lámpara alimentada por una garrafa. Los mellizos duermen en la practicuna, rubios, rozagantes y abrigados. Uno de ellos se llama igual que su abuelo paterno y su tío: Heinrich. Nacer, crecer, reproducirse, producir y morir. El ciclo de la vida vuelve a empezar. Fuente Diario Textual

 

 

 

 

 

 

 

   

 

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