SOCIEDAD
13 de junio de 2019
Radiografía de Aicuña
la aldea riojana a la que todos llaman "el misterioso pueblo de los albinos"
Hay un albino por cada diecisiete mil personas en el mundo. Así lo ha estimado un estudio de la Johns Hopkins University de Estados Unidos. En Aicuña, según Julio César Ormeño, jefe de la oficina de Registro Civil, viven unas trescientas personas. A lo mucho, dice, en ciertas épocas han llegado a la excepcional cifra de trescientos cincuenta. Es un pueblo tan pequeño que todos juntos cabrían en una sala de cine, incluyendo a los recién nacidos, los ancianos y el ministro pastoral de la iglesia. De ese total, el jefe de Registro Civil tiene censados a cuatro personas albinas, todos hombres: tres que ahora mismo viven en Aicuña y uno que ya de adulto se mudó a otro pueblo a dos horas de distancia. Pero sus archivos dicen algo más: desde finales del siglo XIX se han registrado los nacimientos de cuarenta y seis albinos, sólo en Aicuña. Las matemáticas nunca han servido para las conclusiones fáciles, pero si alguna utilidad tiene en este caso la regla de tres es que el índice de albinismo en Aicuña no es uno por cada diecisiete mil, sino uno por cada noventa personas. O como escribe el médico Eduardo Castilla en su libro Aicuña. Estudio de la estructura genética de la población, el coeficiente de albinismo en este pueblo es casi doscientas veces mayor que en el resto del planeta. Sin embargo, hay una especie de unánime censura sobre la palabra albinos o albinismo que impide mencionarla en voz alta. Es como si fuese un tabú o uno de esos secretísimos entuertos familiares cuyo problema no parece estar en que existan, sino en hablar de ellos. Ocultar, en el fondo, es una forma de querer que algo desaparezca. Desde que en los ochenta una revista de Buenos Aires llamada 7 Días publicó un reportaje en el que se trataba despectivamente a los albinos de Aicuña, muchos de los habitantes del pueblo, que son vecinos y parientes a la vez, se volvieron ya no huraños, sino ariscos y huidizos con los de fuera. Sucedió que el efecto del reportaje fue inmediato y lamentable: de pronto empezó a llegar gente de otras ciudades de Argentina con la sola intención de ver a los albinos. Peor: los querían fotografiar, escudriñar de cerca qué apariencia tenían, entrometerse en la rutina de un pueblo supuestamente habitado por personas de piel translúcida y pelo blanco. Y los cuatro albinos nacidos en Aicuña que viven hasta hoy son, cómo no, Ormeño todos: los hermanos Lucio y Elio Ormeño, y los también hermanos —pero no parientes directos entre sí— Toto y Lucas Emilio Ormeño. El tabú que existe sobre el albinismo en Aicuña no parece sólo limitado a la falta de pigmentación en la piel que vuelve a las personas simplemente más notorias. El rumor de que el alto índice de albinismo en Aicuña fue un castigo de Dios a sus costumbres incestuosas se fraguó en esas mismas localidades vecinas que ahora esparcen la leyenda del «misterioso pueblo de los albinos» como un atractivo turístico. Quizá no sea por pura casualidad. Tal vez, aunque nadie quiera hablar de ello, era la única manera mundana —no divina— de castigar a una estirpe que progresó, aislada y solidariamente, a partir de una herencia ilegítima. «Follow the money trail». Sigue el rastro del dinero, se lee a menudo en el Financial Times de Benedict Mander. También en Aicuña había que hacerlo. Publicado originalmente en la revista peruana Etiqueta Negra
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