Recientemente, mi amiga S. le preguntó a su nieta de once años cómo andaba en la escuela. La
muchachita le relató que tenía buenas notas y que le gustaba estudiar. Entusiasmada, la abuela
orgullosa recorrió con ella las distintas materias que enseñaban en su escuela y finalmente la
conversación derivó hacia Historia Argentina. En ese momento, la niña afirmó con absoluta convicción
que "Sarmiento viajó a Estados Unidos para transar con los fondos buitres".
Como es de esperar, la abuela quedó atónita. Necesitó unos minutos para reponerse de su
asombro y preguntó entonces quién le había contado eso. "La maestra", respondió la
niña. Cautelosa, con su mejor tono didáctico, intentó contarle que Sarmiento viajó a Estados Unidos y
trajo a varias maestras a la Argentina, con la intención de promover la educación. Además, dijo
observando cuidadosamente la reacción de su nieta, en aquel entonces los fondos buitres no
existían.
Mi amiga me cuenta que la muchacha la miró piadosamente; y en sus ojos adivinó su pensamiento:
"estos viejos no saben nada de Historia". Cómo podía ser que esta anciana se atreviera a contradecir
la palabra pronunciada por una maestra de la escuela pública. Entre las dos versiones, la nena ya
había elegido la voz oficial. La voz sustentada por el Estado, y por lo tanto, la única verdadera.
La conversación languidecía por el desconcierto de la abuela, perpleja y sin respuestas, cuando para
confirmar que Sarmiento era un personaje deleznable, su nieta agregó que "a él no le gustaban los
niños. No los quería".
Tengo absoluta confianza en mi amiga S. pero confieso que hubiera dudado de esta historia si no
fuera porque un par de años atrás visité el Museo del Bicentenario ubicado a espaldas de la Casa
Rosada. Allí encontré el escritorio de Sarmiento, un hermoso mueble tallado en madera. Junto a él,un
cartel explicaba que el prócer había importado ese escritorio desde Estados Unidos
"confirmando sus preferencias por productos extranjeros y desdeñando a los artesanos
argentinos".
Sin saber a quién dirigirme para protestar, desalentado y escéptico, preferí refugiarme en el silencio y
caminé hasta el bar más cercano para tomar un café. Y una ginebra. Dicen que el alcohol ahoga las
decepciones. Pero es probable que alguien más valiente que yo haya elevado su indignación ya que,
afortunadamente, ese cartel fue modificado por otro más "objetivo".
La anécdota de mi amiga con su nieta trajo a mi memoria una carta de lectores publicada
en Clarín en junio de 2014 y firmada por Camila Perochena en donde explicaba que el guía de dicho
museo afirmó ante un grupo de niños: "Esta no es la silla original de Rivadavia, porque él se robó
todo y se llevó la silla a su casa". Refiriéndose a la generación del 80, ese guía afirmó que en esa
época los argentinos no tenían "derechos, ni obra social, ni asignación universal por hijo". La
autora de esa denuncia, también más valiente que yo, concluía irónicamente que tampoco tenían
computadoras ni Fútbol para Todos.
Recordé entonces a los Pioneros Vladimir Lenin, organización creada en 1922 en la Unión Soviética.
Los niños llevaban un pañuelo rojo en el cuello y recibían una implacable propaganda que se
introducía en sus inocentes cabecitas. A veces confusas porque el hasta ayer glorioso jefe del
Ejército Rojo, León Trotzky, se convertía en un miserable traidor. Y el adorado Lunacharsky
desaparecía de fotografías a pesar de que todavía no se conocía el Photoshop.
¿Qué le están enseñando a los chicos en las escuelas argentinas? Si Sarmiento era un socio de
los buitres norteamericanos, Rivadavia un ladrón y Rosas el adalid de las libertades y de la
educación, vamos a tener un problema en los próximos años porque los adultos del futuro serán unos
reverendos idiotas.
El autor es escritor y periodista. Su último libro es "Perón y la Triple A" (Sudamericana).
Seguinos